Herlinda Santiago Martínez, jornalera agrícola migrante del estado de Guerrero, sufrió un accidente en la empresa donde laboraba en San Quintín, en Baja California. Se fracturó el fémur. Estuvo durante 13 días en una clínica del IMSS esperando que la atendieran. Lo único que le dieron fue paracetamol. Ella y su familia decidieron que era mejor salirse de ese hospital. Regresaron al campamento de la empresa agrícola donde vivía, pero en lugar de ayudarla, la echaron.
Ahora está sin trabajo, sin medios para regresar al estado donde reside y hacinada en el cuarto que renta una de sus paisanas de Guerrero, quien la alojó ahí cuando la empresa para la que trabajaba le cerró la puerta.
La jornalera agrícola no habla español, señala Cristina Solano, activista e integrante de la Asociación de Mediadores Bilingües Interculturales y quien está acompañando el caso de Herlinda. “La empresa lo sabía y así la dejaron en la clínica, donde no había un intérprete que la ayudara a entender. Después nunca fueron a verificar si tenía o no una buena atención. La abandonaron ahí y estuvo 13 días solo con paracetamol para el dolor. Después, encima de todo eso, la echaron del campamento donde vivía y al día siguiente le fueron a entregar un finiquito de solo 3 mil pesos”.
Los abusos contra los jornaleros migrantes son contantes en las empresas agrícolas donde trabajan. De los 3 millones que se estima que hay en el país, el 93% no tiene siquiera un contrato formal y aunque a muchos les dan seguro social, este aplica solo para emergencias y para los meses que están trabajando, pero no es una seguridad social real, y en las clínicas es frecuente que sufran negligencia médica, como en el caso de Herlinda, explica Margarita Nemecio, integrante de la Red Nacional de Jornaleras y Jornaleros Agrícolas y del Centro de Estudios en Cooperación Internacional y Gestión Pública.
Los jornaleros suelen migrar de los estados del sur, de donde son originarios y residen, hacia los estados del norte, en donde están los campos y las empresas agrícolas, muchas de las cuales exportan sus productos a Estados Unidos. Solo migran por unos meses, cuando hay trabajo en los campos y las empresas suelen disponer de campamentos para que vivan hacinados en cuartitos diminutos, junto con sus familias.
De hecho, después de casi dos años de que jornaleros del Valle de San Quintín, en Baja California, protestaran por sus deplorables condiciones laborales y de que fueran reprimidos por policías estatales, la CNDH emitió, en 2017, una recomendación a los tres niveles de gobierno, tras constatar que el Estado contribuyó a “la violación de derechos humanos al trabajo, seguridad social, nivel de vida adecuado, educación, legalidad y seguridad jurídica, inviolabilidad de domicilio, integridad y seguridad personales, y a la libertad sexual”.
Sin embargo, el caso de Herlinda es una muestra de que los abusos siguen. De hecho, uno de sus excompañeros, a quien llamaremos Antonio, dejó su trabajo en la misma empresa donde laboraba Herlinda, Productora Agrícola Industrial del Noroeste, mejor conocida como Rancho Los Pinos, por los malos tratos que recibía.
Antonio narra en entrevista con Animal Político, que ahí los hacen trabajar los siete días de la semana, desde las 7 de la mañana hasta las 5 de tarde, con una hora para comer. “Si alguien se quiere tomar un día de descanso, lo castigan con tres días sin poder trabajar y sin paga”.
La atención a la salud es deficiente. “Yo me enfermé en julio, tenía una gripa muy fuerte, en el dispensario médico de la empresa, donde solo hay pasantes y nunca te dan la medicina que necesitas, hay que comprarla, me hicieron la prueba de COVID y salí negativo, entonces me mandaron a encerrarme con mi familia en el cuarto del campamento donde vivimos, y ahí me dejaron, sin atención médica y sin medicamentos”, cuenta Antonio.